¿El mundo es hoy más peligroso que ayer?


¿Puede una sociedad temerosa, educada en el morbo de la violencia escabrosa, soñar con otros mundos posibles? ¿Se puede permitir amar a un desconocido cómo a un hermano quien ante un mundo incierto y aparentemente violento atiende a la autoprotección de los suyos? Ana Rosa, Espejo Público, Cuarto Milenio... son programas culpables de que nuestros hijos no salgan a jugar a la calle sin la supervisión de un adulto o de que nos parezca una locura practicar autostop. Sin embargo, según el estudio publicado en el año 2019 por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, “el riesgo de sufrir una muerte violenta como resultado de un homicidio intencionado ha ido disminuyendo sin cesar durante un cuarto de siglo”, desde las 7,4 víctimas por cada 100.000 personas de 1993 hasta las 6,1 de 2017 (una reducción superior al 17%). Se trata de una tendencia histórica a largo plazo con un descenso progresivo de los homicidios violentos desde la Edad Media hasta la actualidad en el cual España se encuentra a la cabeza en cuanto a seguridad se refiere, con una tasa de 0,7 homicidios por cada 100.000 habitantes solo Suiza (0,5) y Singapur (0,2) nos superan.

Por el contrario, la creencia de que el mundo es hoy más peligroso que ayer parece extenderse. Una idea fruto, probablemente, de la incertidumbre que genera la sobreinformación que recibimos desde los medios de comunicación. El pasado es horizonte cuando la incertidumbre del presente borra la posibilidad de imaginar un futuro estable.

Vivimos un momento de expansión de sentimientos conservadores-reaccionarios que, si bien no son hegemónicos, están instaurando sus lógicas en parte de la psique colectiva. La desesperanza y la desconfianza son los sentimientos indicados para instaurar ese mantra barato del “cualquier tiempo pasado fue mejor”. No existe esperanza en el futuro sin fe en la sociedad, la misantropía es la creencia más contrarrevolucionaria. En una encuesta, a la pregunta “¿Creéis que el ser humano es bueno o malo por naturaleza?” más del 67% de los usuarios respondió en favor de la malicia. Este es el más profundo y oculto en el inconsciente sentir de la sociedad reaccionaria-neoliberal: el miedo a nosotros mismos.

El auto-odio, el miedo a la autodestrucción desembocan en el deseo, la necesidad, de instituciones fuertes que nos opriman. Un sujeto temeroso y desconfiado respecto de sus iguales es un individuo aislado, un ser incapaz de convivir o pensar en colectivo, fuente de sus miedos (lo colectivo entendido como amenaza), y por tanto un ser que, motivado por sus instintos de autoprotección, actuará bajo la codicia y el egoísmo en una espiral de dinámicas de ensimismamiento, acaparamiento de recursos y utilitarismo de sus relaciones sociales. La misantropía instaura primero el “sálvese quien pueda”, después la reacción, el orden ante el caos. No podremos soñar en utopías sin fe en nuestros iguales, sin amor hacia los desconocidos.

Recordémoslo la próxima vez que un suceso escabroso sature los platós de televisión  son los culpables de que nuestros hijos ya no jueguen en la calle. De que hayamos dejado de hacer autostop. De que no conozcamos a nuestros vecinos, de que se haya perdido esa costumbre de pedirles sal, huevos o leche. De que no intercambiemos una conversación en la cola de la panadería. De que no queramos pagar impuestos “porque cada cual que se apañe con lo suyo”. De que no creamos en el altruismo y de que no seamos capaces de pensar en utopías, incapaces de soñar con vidas que no giren en torno a la competición por los recursos y la autodefensa. Vidas en las que la familia no es un núcleo aislado sino que es nuestro bloque, barrio o municipio. Vidas en las que no trabajamos, colaboramos como parte de nuestra obligación y responsabilidad colectiva. Vidas en las que la alegría o el amor se compartan sin miedo al desengaño y la traición.

Comentarios