Se va el último héroe

"me resulta imposible pensar en un solo representante político que haya tenido que padecer la enésima parte de lo que ha padecido Pablo Iglesias. El acoso de todo tipo al que han sido sometidos él y sus seres queridos no admite parangón posible y retrata pobremente a la sociedad que lo ha permitido. No pasa mucho tiempo sin que alguien vuelva a citar el poema de Martin-Niemöller, falsamente atribuido a Brecht, que comienza: “Primero vinieron a por…”. Está tan manido que ya no sé si surte efecto alguno pero, de tener hoy alguna vigencia, la tendría para referirse al acoso —la palabra se queda muy corta— que una infecta y vociferante jauría ha perpetrado día tras día, todos los días, durante años, ante el hogar de una familia con niños pequeños. Acoso que no ha despertado mucho desagrado o interés en casi nadie y que, al parecer, es legal. Eso no es delito de odio, pero escribir una parida en el Twitter, sí.

Bien, pues primero fueron a por él y ahora ya sabemos que alguien puede ponerse durante años a la puerta de tu casa a insultarte frente a tus niños, que crecen oyendo día a día esos insultos y que eso es permisible, legal e imposible de perseguir. Y tolerable socialmente. ¿Lo tolerarían en alguien que no fuese él? ¿Qué no dirían los medios de comunicación si esa situación la hubiese vivido cualquier otro? ¿No habría recibido una ola popular de simpatía, de solidaridad, de indignación? Pablo Iglesias no: él tiene que joderse. Y está bien que se joda. Él debe pagar un precio. Porque incluso él mismo pareció aceptarlo como parte de su sino de héroe trágico cuando dijo que no podía quejarse. Que no debía quejarse. ¿Por qué no? ¿Por qué hay que aceptar semejante vileza diaria? Porque los héroes no se quejan de su destino. Lo aceptan como una carga inherente a su ser.

Sin embargo, sería injusto circunscribir esa bajeza únicamente a los miserables que acampan ante su casa para excretar su odio. La persecución y la enfurecida inquina contra Pablo Iglesias es como una pirámide en la que esa gentuza quizá ocupe el vértice, pero que se abre hacia abajo integrando a periodistas, intelectuales, comunicadores y medios de comunicación progresistas, políticos de todo pelaje y hasta a sus propios antiguos compañeros. Y, por qué no decirlo, a una sociedad entera a la que una ruindad así no le ha parecido algo indignante ni susceptible de demostrar empatía.

Pablo Iglesias es padre y la paternidad cambia la forma de interpretar el mundo. De un modo más hondo de lo que se suele creer. Mi experiencia me dice que es inútil tratar de explicar esto a quien no es padre pero, serlo, aumenta el espacio de lo vivido. Establece una continuidad entre tus abuelos, tus padres y tus hijos. Expande el horizonte hacia el pasado y hacia el futuro. Y uno es responsable de proteger y conservar esa línea de memoria. Podemos es el hijo de Pablo Iglesias y hay que interpretar sus últimas decisiones como la mejor manera de proteger a su descendencia en la que vivirá incluso cuando ya no esté.

A estas alturas, ¿hay que volver a hablar de su “hiperliderazgo”? ¡Qué habría sido de Podemos sin él! En muchos territorios la mayoría de las cabezas visibles de Podemos se han comportado como unos chiquillos jugando a ser mayores dedicando básicamente cinco años de su vida a insultarse entre sí en el Telegram casi como única actividad. Cuesta encontrar nombres en todo el Estado que se eleven de esa inconsciencia generalizada en un partido que, tras un proceso de selección negativa, había perdido a muchos de los mejores.

Con estos mimbres, los procesos electorales eran poco más que esperar que de nuevo volviese Pablo Iglesias con su imponente capacidad a salvar los muebles que los demás malbarataban a diario. Esto ha sido —con escasas excepciones como Catalunya— la historia electoral de Podemos: “Que venga Pablo a salvarlo”. El héroe cansado al que los campesinos inermes van a buscar para que batalle por ellos, Hércules condenado a sostener eternamente las columnas de la estructura del partido. ¿Hasta cuándo tenía que hacer esto una y otra vez? ¿Por toda la eternidad?

Hoy leo los discursos cariacontecidos que le dedican, mostrando sus selfies con Pablo, o en mítines de Pablo, o en la tercera fila haciendo la V tras Pablo, muchos de aquellos que con su proceder le obligaron a estar en todas partes, a tratar de recomponer lo que ellos rompían, a hacer el trabajo de los héroes, unir lo desunido, recomponer lo descompuesto, y me digo: sí, puede que lo admiraras mucho pero, en tu inconsciente frivolidad, estás en las antípodas de entender la gravedad de la responsabilidad que él sentía, ni compartiste ni una ínfima parte del descomunal peso que le abrumaba. Estaba solo.

En la película 300, la reina dice: “El deber de un Rey es salvar su mundo, con la lealtad que juró proteger”. Con su renuncia a la vida política, Pablo Iglesias salva su mundo, salva a su descendencia, y la deja al cuidado fructífero de otra reina sabia. Frente a todo y contra todos, aún entrega un partido vivo, con representación en territorios, capacidad de influencia y figuras en ascenso. En estos tiempos donde todo se desmorona y donde todo lo sólido se desvanece en el aire, transmite una herencia fértil, un legado. Se marcha dejando intacta esa línea de memoria que une a los bisabuelos con los bisnietos. Que une a la II República con él, sus niños y el futuro que vendrá; que engarza en la misma narrativa los pocos momentos esperanzadores y luminosos de la historia de España con la esperanza en la luz del porvenir. Pablo Iglesias se va, sí, pero deja el cordón por el que transita la utopía indemne.

No son muchas las personas capaces de decidir cuál es su deber. Cómo ser íntegras, cómo hacer valer mejor sus principios. He conocido a muy pocas, pero sé lo que pueden sufrir, la frialdad que despierta la insobornabilidad, cómo florece alrededor el deseo de verlos caídos, disgregados, desunidos de sí. Sé como otros anhelan porque se corrompan, se traicionen, porque sean como los demás. Sé cómo otros interpretan la firmeza moral como una agresión, como una jactancia, como una reconvención muda a su relativismo de conveniencia. Y sé que a veces terminan viviendo, estos héroes entre nosotros, en la esencial soledad que necesitaron para construirse como son. Algunos se culpan: hay algo en mí que me aleja de los demás, que despierta antipatía, que impide ser amado. Pero no abandonan ni ante la soledad ni ante el destierro. No se someten frente al señalamiento y la animadversión. Saben que los principios lo son, precisamente por eso, porque están antes.

Pablo Iglesias encarna ese tipo de personaje trágico de un tiempo ya extinto y dejará una huella histórica imborrable, al contrario que la mayoría de los enemigos que le sobreviven y cuya memoria a no tardar mucho será barrida por el viento. Y el aprendizaje que nos deja es, sobre todo, que hay que mantener lo construido, ser buen padre y tener como verdadera y más hermosa misión la persistencia. Que la línea perviva y se prolongue, que la vida siga, que el futuro pueda ser.

Yo sí amo a los héroes. Iluminándonos como faros desvalidos, quizá ya sin farero, huérfanos y envejecidos por los asaltos del agua, los líquenes y las gaviotas, olvidados de los mapas en sus farallones abruptos, inmóviles ante el viento salvaje haciendo girar una y otra vez su haz de luz persistente para que yo, navío perdido, sepa dónde está la tierra. Amo a los seres humanos cuando son capaces de ser así, cuando se sienten obligados a aceptar cargas imposibles, misiones suicidas, sueños irrealizables, cuando me recuerdan a los personajes de los libros maravillosos que leía de niño, cuando son como Pablo Iglesias. Pablo Iglesias, que se sacrifica tanto en sus aceptaciones como en sus renuncias, cuya moralidad antigua tenía poca cabida en este tiempo y que por eso es, citando el análisis de Argullol sobre Keats: “Un superhombre que proclama, en sí mismo, la imposibilidad de los superhombres”.

Solo hay un camino posible para la recomposición de la fractura. Solo hay un camino que supere la escisión. Es el amor. El amor es el UNO, lo único, lo indiviso, lo que permanece. El héroe con su sacrificio vuelve siempre a ese lugar. Me gustaría que la futura existencia de Pablo Iglesias esté plena de ese amor que merece y que como héroe le ha sido vedado. Que pueda habitar en un hogar donde solo la alegría de los niños rompa la paz del silencio. Un hogar que sea refugio y plácido lugar de encuentro, donde sienta que los que ama están a salvo. Que vea que su otra criatura, Podemos, crece, vive y madura sin él. Que se alegre calladamente de sus éxitos mientras los mira respetuoso en la distancia.

Me gustaría ofrecerle mi casa para que pueda simplemente sentarse en la hierba a mirar un carballo —y de paso si echa una mano a desbrozar, tanto mejor—. Me gustaría que llegue el día en que la gente lo pare por la calle para decirle lo mucho que lo admiran como pasaba con Anguita. Que incluso sus adversarios aprendan a juzgarlo con respeto y no con ese odio viscoso. Me gustaría que se encuentre, dentro de muchos años, con personas que le expresen cómo los inspiró, los motivó, los elevó, los volvió mejores. Como cuando en esas noches golfas, los borrachos se acercan a la estrella del rock para decirle qué sentían cuando oían sus canciones. Con esta lloré tanto, esta la canté en mi cabeza en el entierro de mi hermano, esta me levanta cuando estoy destrozado, esta la pongo cuando salgo a la carretera, esta me salvó de muchos pensamientos negros.

Que le cuenten que se acuerdan de él cuando ven a Tom Hanks intentando parar un tanque con una pistola. Que le digan cómo se emocionaron cuando le escuchaban en aquellos discursos, tantos inolvidables, que les ponían la piel de gallina más incluso que el de Aragorn. Que le digan cómo los valores, los principios, eso que va antes, adquirieron otra verdad, otra presencia cuando se manifestaban en sus actos. Que vuelva a ser hombre y goce del afecto y del amor del mundo de los hombres. 

Fuente: Se va el último héroe trágico










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