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Cuidado con la gente, que puede dar un disgusto

 


El estado de la opinión pública es tan malo como la evolución de la pandemia. Hay un malestar muy difundido y de no fácil diagnóstico y descripción. Obviamente el principal motivo es la enfermedad misma, los estragos que está causando y el temor de que no pueda ser controlada y vaya a más sin un horizonte temporal. Pero buena parte de la gente, al menos en España, no se queda en eso o, cuando menos, en su fuero interno no lo ve tan claro. Y tiende a buscar culpables. Si no de la COVID-19, sí de cómo está evolucionando. La irracional batalla política que se libra en el espacio público contribuye a esa dinámica. La pregunta es hasta dónde puede llegar ésta.

Las perspectivas que trazan los expertos sanitarios, que no las estupideces irracionales que dicen algunos políticos, hace pensar que la pandemia va para largo. Para muchos meses, para un año. O quizás más. En esos ambientes se empieza a hablar de una tercera ola cuando la segunda aún no ha empezado a remitir. Queda tiempo por tanto para que esa desazón popular se consolide, si es que no se intensifica.

Hoy por hoy sólo en Italia, dentro de nuestro ámbito de referencia, ese estado de la opinión ha tenido una expresión pública. Pequeña pero reseñable. Las manifestaciones de protesta en Roma, contra no se sabe muy bien qué, contra todo, quizás, son un dato a tener en cuenta. Sobre todo porque Italia no es muy distinta de España desde ese punto de vista.

Hasta el momento aquí no existe indicio alguno de que la calle esté dispuesta a decir algo en el inmenso drama que el país está viviendo. Pero las redes sociales registran un enfado muy claro. Y aunque no es fácil identificar esas manifestaciones de una minoría muy característica con el sentir mayoritario, tampoco pueden despreciarse.

Hay un dato común de esos mensajes en la red: el del rechazo, si no el hartazgo, de la ciudadanía hacia los políticos. Sin muchos matices entre los de un color y otro, en general. Lo que acaba de ocurrir en Chile hace pensar que esa actitud podría ser difícilmente reversible: tras un año de duras y sangrientas protestas, en ese país una gran mayoría acaba de aprobar que se redacte una nueva constitución que sustituya a la que aprobó Pinochet. Nada sorprendente hasta ahí. Lo nuevo, lo extraordinario, es que la mayoría de la opinión pide que ese nuevo texto no sea redactado por los políticos al uso, sino por personas directamente elegidas por los ciudadanos para ese fin.

Es altamente probable que, si se dieran las mismas circunstancias, algo parecido podría ocurrir en otros cuantos países. El descrédito de la política es, en efecto, bastante generalizado. Es un fenómeno que viene de hace unos cuantos años, particularmente desde que empezó la crisis de 2008. Pero que la pandemia no ha hecho sino consolidar. Porque los dirigentes políticos no sólo han demostrado ser incapaces de hacerle frente. Y eso no suele gustar a la opinión, que cuando las cosas van mal no se para a hacer análisis bienintencionados. Pero es que además, y sobre todo en España, una parte de los políticos se ha dedicado a echar la culpa del desastre a la otra y la trifulca resultante no ha hecho sino enfangar la imagen colectiva de la política a los ojos de la opinión pública.

Por si faltaba algo está el esperpento de la cena de El Español, que puede parecer un episodio menor, pero que no es para nada. Porque denota la falta absoluta de sensibilidad, si no de interés, de los miembros del establishment político hacia lo que puedan pensar los ciudadanos. Al menos en unos momentos en los que no hay elecciones. Unidas Podemos se libra de esa descripción general, pero el hecho de que este partido nunca haya acudido al llamamiento de Pedro J. Ramírez, que sigue haciendo de las suyas, deja en el aire los verdaderos motivos de la ausencia de los de Pablo Iglesias.

Desde el punto de vista de un ciudadano corriente, el espectáculo de la cena es un motivo de indignación que confirma sus peores impresiones. La de que a los políticos les importa muy poco lo que piense la gente. Y otro lugar común: el de que todos los políticos son iguales. Son tan comprensibles esas reacciones que no se entiende como ningún dirigente o gabinete de uno u otro partido haya tenido a bien llamar la atención sobre esos riesgos y que, en todo caso, si se han producido esos avisos, que no hayan sido tenidos en cuenta. La gente va a tener razón.

La cosa pasará. Pero quedará en el subconsciente colectivo. Desde el punto de vista de las experiencias pasadas, cabe pensar que ese malestar no va a estallar en un horizonte previsible en España. Al menos mientras continúe la pandemia.

Pero da la impresión, y no pocos sociólogos de referencia lo sugieren, que las experiencias pasadas ya no son una referencia indiscutible. Que inapreciablemente las coordenadas están cambiando hacia un nuevo paradigma de las relaciones políticas en las sociedades modernas. Y que pueden pasar cosas que hasta ahora nadie se imaginaba a la luz de la historia reciente.

Y hoy hay demasiadas incertidumbres como para hacer previsión alguna. O para descartar nada, incluso lo más catastrófico. La pandemia va a durar aún mucho. La vacuna sigue siendo una incógnita y buena parte de las noticias al respecto puede ser simples movimientos de las empresas que trabajan en ellas con el fin de elevar sus cotizaciones en bolsa. Pero, además, cuando acabe la pandemia, una crisis económica sin precedentes dominará la escena de todos los países, y de España en particular.

Está claro que eso no hará sino agravar el malestar actual. Hasta extremos difícilmente previsibles. ¿Hay algún político que haya pensado un minuto en eso y no para sacarle provecho? 

Carlos Elordi

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