CON DOS COJONES VOTO A VOX!!

"Como un murmullo siniestro que se emite bajo la frecuencia de nuestro espectro audible, llegan advertencias turbadoras de los institutos. Aquí y allá, en distintos territorios y tipos de ciudad, el mismo infrasonido se repite inquietantemente: ser de Vox es tendencia, es subversivo, está bien visto. Sus consignas no se difunden subrepticia y vergonzantemente sino con orgullo desafiante. En lugares donde la exhibición de símbolos patrios era impensable, hoy flamean banderas. Malotes caminan por los pasillos con andares chulescos, ataviados con pulseritas rojigüaldas, gritando vivaspañas y haciendo bullying a los diferentes. Y chicas temerosas de ser excluidas borran todo rastro de feminismo en su Instagram.

¿Hasta qué punto esto responde a un fenómeno generalizado? Imposible saberlo. Como todo lo que atañe a la base social de la ultraderecha resulta un tema incómodo. Un lugar oscuro donde preferimos no mirar ni indagar. En todo caso, no es difícil imaginar por qué una ideología como esa puede resultar tan atrayente para los adolescentes.

TÚ ERES PERFECTO

Como sabe cualquiera que haya pasado por ese proceso, el “ponerse las gafas violetas” es un momento vital de epifanía que lo cambia todo, un regalo de lucidez maravilloso. Pero no deja de tener un lado molesto: implica la renuncia voluntaria a los propios privilegios y un análisis retrospectivo de la propia vida en el que los hombres nos vemos como agresores en más momentos de los que nos gustaría reconocer, y las mujeres como víctimas pasivas en más momentos de los que les gustaría recordar. La conciencia, pues, puede resultar dolorosa. No es de extrañar que haya personas que se nieguen a verse bajo esa luz y que, más o menos conscientemente, prefieran su Matrix.


En determinadas efemérides en los centros educativos se dan charlas sobre maltrato y agresión machista: no hagas esto, no permitas que te hagan lo otro, denuncia aquello. Vox entonces actúa dándole la vuelta a este mensaje y proclama: vive tus relaciones con “naturalidad” (la naturalidad patriarcal), no dejes que la ideología contamine lo que es sano de por sí, no conviertas el amor en algo enfermizo, bajo sospecha. Ofrece, así, además de una perpetuación de los privilegios masculinos, una liberación para la culpa: no dejes que los demás te hagan sentir mal por cómo eres. No dejes que te hagan sentir culpable, tú no eres un maltratador, tú no eres una víctima. Tú eres perfecto.

La mayoría de las ideas que configuran la cultura de izquierdas, en teoría, impelen a una acción a veces fatigosa y contraria al espíritu de los tiempos. Ser anticapitalista nos privaría de participar en la seductora orgía del consumo y ser vegano de comer deliciosas hamburguesas. Ser ecologista no parece muy compatible con hacer viajes en crucero. Nuestros valores nos exigen una mínima coherencia que es bastante más infrecuente de lo que nos gusta asumir. De hecho, en general, nos hemos acostumbrado a vivir ─relativamente bien─ con nuestra mala conciencia.

La ética de la responsabilidad de la que habla Hans Jonas nos conmina a actuar pensando en el bienestar de las generaciones futuras. Esto es, a ser frugales. El mensaje de Vox, por el contrario, recuerda al “Vive deprisa y deja un bonito cadáver” del rock and roll y está perfectamente inmerso en el mandato de la sociedad de consumo. Que nada te frene, dicen los anuncios de antiinflamatorios. Consume lo que quieras, vive como quieras, diviértete como quieras: tienes derecho. Hay un aroma de liberación, de romper las cadenas de lo normativo. Y también de ser auténtico y franco, no como esos farsantes e hipócritas rojillos que contradicen con sus actos diarios sus sermones de sobremesa.

El conflicto que se genera estos días con el ocio nocturno como foco de contagio es revelador de hasta qué punto la pulsión por el goce consumista se impone a cualquier tipo de ética de responsabilidad, incluso cuando afecta a la vida y la muerte de miles de personas. Vox corta los grilletes de las enojosas reglas: sal de casa, ve a los bares, ¡faltaría más! Y, todo eso, bajo la apariencia de la rebelión.

CON DOS COJONES

En todas las partes del mundo y en todas las épocas la ultraderecha se manifiesta con la misma rebeldía sumisa: exhibe una subordinación absoluta al poder, al capital, a la desigualdad, a las grandes corporaciones, a los ricos… pero esta sumisión adopta una forma de expresión rebelde.

Hace aún más años viví la experiencia de la trashumancia con pastores y ganaderos de la penúltima provincia española en renta per cápita, donde los latifundios se extienden allá donde se pierde la vista y la pobreza infantil amenaza a más de cuatro de cada diez niños. Entonces aún no existía Vox pero nos sorprendió la naturalidad con que personas más jóvenes que yo reivindicaban frívolamente a Franco. En aquel mundo machuno donde las disputas podían resolverse ejecutando de un tiro a una yegua, los cojones estaban a la orden del día. Tener cojones parecía ser la máxima aspiración de un ser humano. Y los que los tenían más grandes despertaban la admiración pública.

Muchas de aquellas personas con las que compartí comida y noches al raso, sus familiares o amigos, son ahora votantes de Vox, que es allí, como en tantos otros lugares, segunda fuerza electoral.

Los voceros mediáticos y los líderes políticos de la ultraderecha son admirados no por decir la verdad sino por tener cojones. Por decir lo que les sale del nabo. Hasta sus oyentes más fanáticos saben que son igual de mentirosos que los demás, y que exageran hasta el extremo, pero es precisamente esa cualidad excesiva la que produce el hechizo. Nadie los calla, hacen su voluntad, incluso para mentir, insultar o decir las burradas que les salgan de la polla. Le cantan las cuarenta a cualquiera, olé sus huevos. Y además lo hacen impunemente, día tras día, sin que nada los detenga. Incluso si ─raramente─ algún tribunal los condena por injurias, lo viven como un triunfo, pues la condena demuestra hasta qué punto son indomables. Porque se la suda y al día siguiente siguen igual.

Aunque son sumisos siervos del poder, al que jamás critican en ninguna de sus formas, gustan de aparecer como contestatarios. El embuste ofensivo se disfraza como un arma contra las aburridas reglas de la corrección, e inteligentemente huyen de presentarse como meapilas devotos. Volviendo a la comparación con el rock and roll, nosotros somos los trajeados y formales padres de familia de los años 50 y ellos los rockeros estridentes que hacen cortes de mangas y dicen fuck you. Y con esto no quiero llamar fascistas a los rockeros, sino señalar las profundas semejanzas entre el mensaje subliminal de la ultraderecha y la expresión contracultural: ambas admiten la desigualdad económica como un hecho natural, ignoran las problemáticas de clases, ensalzan el individualismo e incitan al consumo irresponsable adoptando ademanes aparentemente díscolos. No es de extrañar que puedan tener públicos idénticos. Como tampoco es casual que la ultraderecha y el movimiento new age cooperen en las manifestaciones negacionistas “por la libertad” al expresarse en los mismos términos de feroz individualismo irracionalista.

SI SOMOS TAN COJONUDOS, ¿POR QUÉ TODO ES UNA MIERDA?

Mis compañeros pastores tenían unos grandes cojones pero estos jamás apuntaban a los terratenientes y patrones que llevaban generaciones explotándolos. La posesión de la riqueza parecía investir a los poderosos con un manto sagrado de veneración y, si alguien hablaba de “los señoritos”, se producía un silencio incómodo.

Cuando en las redes sociales las cuentas vinculadas a Vox permanentemente piden distinciones y honores a empresarios como Amancio Ortega, por ejemplo, no es que sientan por este hombre un particular aprecio, sino que simboliza la mistificación del potentado. El que, no solo no es culpable de nada, sino que merece nuestro agradecimiento servil. Mis amigos trashumantes, que no llegaban ni a la mitad del salario mínimo sin contrato, se soliviantaban en la defensa de Ortega, Fernando Roig y otros multimillonarios.

Ya en los estudios sobre la personalidad autoritaria de mediados del siglo XX se señalaba como el fenómeno de desclasamiento y degradación de las capas sociales cada vez más empobrecidas les hacía abrigar odio, no a hacia la concentración del capital que los arruinaba, sino hacia “el socialismo”. Esto es, no culpan de su empobrecimiento al aparato que lo provoca, sino a aquellos que adoptan una posición crítica contra el sistema. Estudios contemporáneos como el de Thomas Frank en Qué pasa con Kansas, inciden en lo mismo. La repugnante saña con la que se reitera el acoso que sufren en sus domicilios Pablo Iglesias, Irene Montero y sus hijos, tiene que ver con eso.

En La obsolescencia del odio, Günther Anders explica como los nazis ponían a disposición del pueblo alemán unos enemigos sustitutivos como supuestos enemigos principales. Los enemigos sustitutivos deben ser cuanto más indefensos mejor para que puedan ser odiados incluso por la persona más cobarde. Pero, sin embargo, a la vez que indefensos, es necesario presentarlos como extremadamente peligrosos

Esta es la razón por las que desde Vox se intenta permanentemente convertir a los inmigrantes en temibles amenazas. Una patera trae hacinados y exhaustos a un hatajo de seres humanos que no se conocen entre sí, solos, empobrecidos, enfermos y abatidos. Pero Vox los presenta como un formidable ejército organizado que vela sus armas tras nuestras fronteras esperando asaltarlas, tal como un Hannibal ad portas. Por ello tienen un interés tan desaforado en presentar a niños abandonados ─a los que deshumanizan nombrándolos por su acrónimo MENA─ como peligrosos delincuentes. Y, por lo mismo, atacan desmedidamente a las ONG que tratan de transmitir la idea contraria: la de seres humanos en estado de máximo desvalimiento. El factor determinante no es el racismo como erróneamente pensamos. Lo que importa realmente es qué imagen se impone: decidir si son personas necesitadas de ayuda o monstruos hostiles. Tal como si el abusón del colegio tras apalizar cruelmente a un niño enclenque lo describiese como un feroz contrincante.

El odio al Otro tiene la ventaja añadida de es un enemigo con el que se está en guerra perpetua. Su amenaza ficticia jamás desaparece y su utilidad como ocultación de los verdaderos responsables del saqueo, tampoco. Ofrece una explicación cómoda y sin conflictos para nuestra precariedad y funciona como espita para que se canalice convenientemente el rencor y el resentimiento que la desigualdad provoca.

NO SÉ QUÉ ME DAS

Yuval Noah Harari incide en lo que tantas veces escuchamos en España de boca de UP: “ser patriota es sostener un buen sistema sanitario. Pagar impuestos”. La patria entendida así no se manifiesta en símbolos, sino en lugares más concretos: en las escuelas, en los hospitales, en las residencias, en los parques, allá donde podemos ejercer nuestros derechos compartidos. Lugares y derechos que necesitan de un cuidado permanente. Es una patria-hogar que necesita que le arreglen las humedades y que se le cambie la caldera.


Ser patriota es también ser crítico, solidario, demandante de mejores servicios públicos. Y este tipo de patriotismo exige de acciones, responsabilidad y conciencia.


Por el contrario, la patria de la ultraderecha se cuida sola y vive del aire. Habita en los gritos estridentes donde resuena. Es un patriotismo para haraganes, para jetas, que no exige cuidado alguno, que sale gratis. Y que ni siquiera se cree del todo a sí mismo. Que ensalza artificialmente símbolos como a Blas de Lezo o los Reyes Católicos, no porque realmente les tenga especial aprecio, sino para oponerlos contra los símbolos que sí aman sus adversarios.

Este patriotismo declamado pero no practicado no necesita de compromiso alguno con su país presente sino con otro ficticio. Y un hogar ficticio tiene la ventaja de que no hay que cuidarlo. Al contrario, siempre que una persona enarbole alguno de los espantajos patrióticos se le permite “ser pícaro”, saltarse las leyes, timar o defraudar impuestos. Ser “libre”, en resumen. Que de eso se trata.

Vox no tiene un programa, sino una actitud. Sus ocurrencias, que podrían cambiar a conveniencia, son únicamente medios propagandísticos, no acciones al servicio de fines reconocibles. Por eso no tienen ahora especial interés en ocupar áreas de gobierno y por eso prestarse a debatir sus ─escasas─ propuestas es como mirar los cubitos del trilero. Sus votantes tampoco conocen su programa ni qué ideas concretas defienden, y eso ni les importa ni les preocupa. Los votan por cómo se muestran, por lo que simbolizan, no por lo que prometen.

Vox ofrece libertad envuelta en inconformismo contestatario. Frente a un sistema que ha naturalizado la violencia, la desigualdad y la explotación, los valores de la izquierda se plantean demasiadas veces en forma de negativa: no contamines, no maltrates, no seas celoso con tu pareja. Vox exhibe la despreocupación irresponsable de la sociedad de consumo: sé como quieras, que nada te detenga, que nada te haga sentir culpable, di lo que te apetezca, sin censuras, aunque sean mentiras e injurias, el cambio climático no es culpa tuya, una pandemia no puede coartar tu libertad, tú no eres un maltratador ni tú una víctima. Y es en esa dinámica donde se siente cómodo porque ellos afirman mientras nosotros negamos. Somos los soporíferos santurrones y ellos los bulliciosos alborotadores. Nosotros ponemos normas y ellos las rompen. ¿Y no vivimos ya en un mundo con demasiadas normas? ¿No nos dice la publicidad que nos saltemos las normas? ¿Que vivamos como queramos?

Gustamos de presentar a la ultraderecha como un arcaísmo añejo o residuo franquista. Por el contrario, desgraciadamente gran parte de su potencia proviene de que su ideología transita por muchas de las vías del sentido común del mundo contemporáneo.

Sin embargo, sí hay expresiones progresistas que les hacen daño. Por ejemplo, cuando nuestros valores se afirman en estallidos positivos de energía, creatividad, cuidados y entusiasmo como ocurre con la celebración del 8 de marzo. Y es por eso que esta efemérides está en el punto de mira de la ultraderecha como su gran enemigo a batir. Igualmente incómodos les hacían sentir los aplausos a los sanitarios, contra los que maniobraron enfermizamente en sus redes. Por eso, combatimos mejor ese mundo suyo con la afirmación positiva y luminosa de otro posible.

En todo caso, es urgente tratar de comprender las motivaciones de los votantes de la ultraderecha. Se impone un cambio radical de estrategia en el que el foco de nuestra atención debe desviarse del ruido que genera Vox para apuntar hacia las necesidades, intereses y razones de aquellos que lo apoyan, sobre todo de los más jóvenes. Porque, desde luego, la solución no es ignorar el fenómeno con la esperanza de que se agote por sí mismo. Esto ya se hizo en el pasado con trágicas consecuencias.

Es humanamente comprensible que para la generación que vivió el 15M y que aún lo recuerda con nostalgia, resulte muy doloroso pensar que hoy en los centros educativos se intenta abrir paso la ultraderecha. Entiendo que esta realidad no se quiera ver, pero el fenómeno no se detendrá solo porque nosotros nos afirmemos como “buenos” e “inteligentes” y llamemos a los demás gilipollas. Además, ¿qué vamos a hacer? ¿Despachar también a estos adolescentes como “monstruos”, “nazis” e “imbéciles”? Quizá esto convenga a nuestra egolatría, pero no a los valores que decimos defender. Alguien, personas capaces de arrojar luz, debería estar ahora estudiando, preguntando, indagando y analizando. Tratando de comprender.

Porque, citando de nuevo a Anders: “la honestidad entiende la vileza….Pero no al revés”.


FUENTE: Comprender al votante de Vox

Jorge Armesto 

Defiende el periodismo libre

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