Otros insignes representantes de la derecha recogieron el guante. Ana Rosa se colocó un lazo negro, gesto que fue unánimemente alabado por medios de comunicación que se quejaban amargamente de que alguna chaqueta con la que comparecían las ministras parecía celebrar “la fiesta florida de la primavera”. Parecidos exabruptos corbatiles profirió la meritoria ultraderechista Rosa Díez. Mientras tanto, en la Plaza Mayor de Madrid, sonaban los tristes acordes de una marcha fúnebre y justo al día siguiente de votar contra los intereses de su propio país en el Parlamento Europeo, PP y Ciudadanos llenaron de crespones negros sus fachadas. Ambos exigen permanentemente el luto. Un luto de plañideras.
Acostumbrados a la catarata de ocurrencias y disparates que vierte cada día la que sin duda es la generación de dirigentes de la derecha más ignorante, falta de escrúpulos e incompetente de la historia de la democracia española —que ya es decir—, no somos capaces de discernir si alguna de estas sandeces tiene algo de enjundia. Hemos adquirido la mala costumbre de despacharlas todas como si fuesen el producto de un desvarío continuado que es mejor tomar con humor.
Pero este caso es diferente. La continua apelación al luto, expresada con esa exacerbación rabiosa, las delirantes peticiones de Casado a los medios de comunicación para que publiquen más fotos de ataúdes, tienen que ver con otra cosa: con la gestión del relato del día después. Esto explica también su desesperado deseo por convertir España, ese que dicen que es su país, en el que peor ha gestionado la pandemia. El que más muertes ha tenido, el que más ha fracasado, el que ha sido más incompetente, el peor de los peores. Y cuando los datos objetivos no les acompañan en su aspiración destructiva, los retuercen o simplemente se inventan otros.
Lo que verdaderamente le causa terror a la derecha española no es el incalculable sufrimiento asociado a la crisis económica. Ni el dolor inimaginable que tienen que padecer quienes fallecen en soledad y sus seres queridos. Tampoco el miedo y la incertidumbre que pesará durante muchos meses en tantas personas mayores. No. Lo que verdaderamente le infunde un pavor sin límites es que de esta crisis salga un país comprometido y animoso, un país que se sienta superador de un desafío formidable. Voy a poner dos ejemplos que creo esclarecedores.
El año pasado los funcionarios de justicia en Galicia consiguieron mantener una huelga indefinida durante meses. Paralizaron la administración y, tras una resistencia heroica, la Xunta de Galicia se vio obligada a ofrecer un acuerdo que recogía mejoras laborales y aumentos de salario muy superiores a los que podrían haber evitado el conflicto si se hubiesen propuesto en un primer momento. Pero para formalizar ese acuerdo la Conselleria lo pactó en secreto únicamente con la mitad de los sindicatos que formaban parte del comité de huelga. Y de este modo sembró la semilla de la división.
Cuando la verdad estalló escandalosamente, sobrevino una ola de frustración y amargura. La unidad de acción se resquebrajó. Hubo penosas escenas de insultos y amenazas y las oficinas pasaron a ser lugares hostiles donde se respiraba rencor. La huelga decayó sola, sin desconvocatoria, sin heroísmo ni celebración alguna, en un ambiente fúnebre de derrota. Y la herida tardará años en cerrarse.
Sin embargo, los objetivos se habían conseguido y el acuerdo, a pesar del modo en que se obtuvo, estaba muy por encima de las expectativas que los propios trabajadores tenían al inicio del conflicto. Aún así, quien se presentó como vencedor fue el Conselleiro Alfonso Rueda, que compareció ante los medios hinchado de orgullo.
En este mundo al revés, aquel que por su gestión incompetente e irresponsable había perjudicado gravísimamente a ciudadanos y profesionales y a quien se le había obligado a ceder en todas las reivindicaciones se presentó como campeón. Y, por el contrario, los que habían batallado bravamente logrando una enorme hazaña en la defensa de sus intereses se sintieron como absolutos derrotados. Humillados y ofendidos. Esa huelga debería haber terminado con la exaltación de la propia dignidad pero lo hizo con el abatimiento de unos trabajadores y trabajadoras a quienes se hurtó en el relato simbólico la victoria que sí obtuvieron en la realidad material. Y al PP gallego no le importó el coste que había tenido que pagar en comparación con el goce que obtuvo de ver un foco de dignidad destruido.
Otro ejemplo más cercano es lo que ha ocurrido en España con la gestión del fin del terrorismo. En cualquier otro país, la desaparición de un fenómeno responsable de tantísimo dolor durante décadas se habría vivido como un éxito colectivo. No aquí. Aquí la derecha fue la responsable de enfangar lo que tendría que haber sido motivo de celebración unánime y convertirlo en algo sucio, vergonzante y perverso. Incluso una década después del último atentado, la agitación del espantajo del terrorismo sigue ofreciendo únicamente oportunidades para la ruindad.
Es decir, a la derecha no le importan cuáles son las consecuencias nocivas de sus comportamientos ni el daño que causen a la generalidad. Les importa mantener un estado de ánimo colectivo deprimido, resentido y malsano. Un hábitat tóxico.
De esta crisis, como de todas, puede salirse de dos maneras. La primera, con una sensación de hecatombe, de país fallido, de ser los peores en todo. Un nítido ejemplo lo tenemos en las preguntas formuladas por los medios de la derecha que estoicamente contesta cada día Fernando Simón: “¿Por qué somos los peores? ¿Por qué tenemos más muertos que nadie? ¿Por qué somos los más incompetentes?”. Todo ello, a pesar de que la curva española empieza a tener un comportamiento mucho mejor que los países de nuestro entorno. Pero no importan los datos, sino el resentimiento.
La segunda manera de salir de esta crisis es como un país que ha superado una prueba dificilísima con innumerables ejemplos de sacrificio, altruismo y responsabilidad. Volviendo a los símiles bélicos tan queridos por algunos, los países que derrotaron al nazismo en la segunda guerra mundial lo hicieron a costa de decenas de millones de muertos, infinito dolor y territorios enteros devastados. Sin embargo, la superación de la amenaza, la esperanza en un futuro pacífico podía y debía ser celebrado sin que ello velase el tremendo pesar por una realidad terrible.
Por supuesto que hay que honrar como merecen a los difuntos y a quienes tanto han sufrido. Sin olvidar resarcir también a las personas que nos han salvado la vida. Con reconocimientos públicos, sí, pero también con mejoras en sus hasta ahora precarias condiciones laborales.
Y también habrá que indagar en qué aspectos de la gestión se ha fallado o cuáles pueden mejorarse para futuras y previsibles crisis. Y pedir responsabilidades, si es oportuno, empezando, por ejemplo, por aquellas comunidades como Madrid cuyos índices de letalidad multiplican por tres a los de la media española y que han convertido las residencias de mayores en lóbregos lugares de gerontocidio con un número de muertes intolerable.
Pero esto no es contradictorio con celebrar el esfuerzo de toda la ciudadanía en su conjunto y más particularmente de los que han tenido la mayor responsabilidad en la defensa de nuestra salud. Esto no es contradictorio con reconocernos como comunidad solidaria que se confiere la capacidad de luchar en común por un futuro más habitable.
Frente a este futuro posible, está el que encarna el mensaje de la derecha: el del cenagal sombrío, el de la trifulca miserable. Y la sociedad que anhelan, la única sobre la que se sienten capaces de gobernar, es aquella aplastada por la desesperanza y la falta de confianza en sí misma; sometida, atemorizada, impotente, indefensa, golpeada como si fuese un pelele inerme. Un país de derrotados, humillados y ofendidos.
Es este su horizonte deseado y de aquí sus esfuerzos presentes.
Como ese maltratador que quiere mantener a su víctima sometida por medio de la constante enumeración de sus defectos, que no le permite disfrutar ni de sus pequeños logros ni de sus grandes triunfos, que pisotea sin piedad una y otra vez su autoestima; así, la derecha española nos maltrata de manera machacona para que sintamos que sin ella no podemos vivir. Pero lo cierto es que podemos. Podemos y debemos.
Debemos saber levantarnos y reivindicar nuestro combate, nuestra dignidad, nuestra idea esperanzada de lo común. Aunque solo sea para no enterrar en el oprobio más baldío a todos aquellos que dieron y darán su vida por nosotros. Para que nadie nos pueda decir que entregaron sus vidas por un país de mierda.
Me encanta, me parece muy buena descripción de lo q es esta maldita derecha, aunq m falta meter a aquellos ciudadanos españoñes q x su culpa, vale ya de hacer la pelota a la ciudadania, estamos como estamos; ciudadanos q en vez de ser más rigurosos y tener un conocimiento más profundo de los asuntos q salen en los medios y más objetivos, le dan la razón a esta derecha sin escrúpulos sin darse cuenta q no les importamos NADAA. No sé cuando se van a dar cuenta, además d los repugnantes medios y periodistas q tienen a su servicio.
ResponderEliminarY otra cosa más por supuesto q hay q pedir responsabilidades, tb a sanitarios, adorarlos ahora y tratar a todos por igual sólo hará q la gente no se atreva a señalar a kien cometió negligencias y está claro q aquí se han cometido negligencias, con los medicamentos, con la falta de cuidado, etc. Agradecer sí, pero lo justo, pq a ver si empezamos a normalizar q cuando hay una obligación todos desde los puestos de trabajos tenemos q estar a la altura y siempre. Dejar de ser un país de pícaros y vagos donde se hacen las cosas d cualquier manera e intentando escaquearse. Y remar todos en la misma dirección a pesar de esta derecha manipuladora y retrograda.
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EliminarEs repugnante poner en duda, así como sembrar sospechas, sobre el trabajo agotador y a veces temerario, de los profesionales sanitarios, que sin equipos apropiados han estado y estan en primera línea, haciendo lo que pueden, en un ataque masivo de un virus desconocido, teniendo que improvisar las más de las veces. No olvidemos los miles de enfermos y muertos de, precisamente, el colectivo de médicos y demás componentes de la sanidad.
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